ÉL echó una mirada distante al universo que le regaló su padre como un reto. Todavía se encontraba en el éter, fuera de la materia.
Los ángeles, soldados de Dios, empezaron a ver su hermoso color con desprecio. Adoptaron otros colores que no se parecían al de él para identificarlo y alejarse lo más posible.
El Dios supremo entendió que sus ángeles les eran fieles y que sentían gran pena por su hijo, les dijo: “No lo marginen, está resentido y se cree superior a todos. Solo tiene que encontrar su propio perdón”.
Los diosecitos aliados del supremo mostraban preocupación y se juntaron para hablar de amor.
“Mi hijo tiene que aprender, necesita crecer. Y créanme que solo le estoy regalando la posibilidad de amarse y amar. Al principio se perderá entre sus propias tinieblas, pero todo aquel que pase por el oscuro mar de lágrimas tiene que surgir. Él con amor cosechará la paz con sus palabras y hechos.”
La sirenita, hija del dios de las lunas, dijo: “¡Se ha ido! ¡Ha dejado todo en el olvido! No existe lugar donde pueda estar.”
Entonces el Dios supremo experimentó algo que nunca antes había conocido, la tristeza. Se le llenaron los ojos de lágrimas de diamante azul. Y salió a su búsqueda.
El pequeño ser de acero, encontró un lugar entre el todo y la nada para crear su propio tabernáculo. Varios ángeles le siguieron los pasos, revelándose así del cielo y sus dioses. De esta manera este ser de acero, hombre de hierro, tuvo el poder de crear lo que en Kaos había encontrado. Sentimientos y sensaciones oblicuas y paralelas.
Antes de que en la Tierra hubiera nada, este hombre de hierro creó el odio, la derrota y la muerte y todos sus derivados. Por lo menos él creía que los había creado. Con rabia y furia fue mandando maremotos y terremotos a la Tierra soñada por Dios…
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Hace 11 años
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