Y antes de que se creara el mundo, había un Dios. Un Dios caprichoso que nos hizo perfectos. Nosotros, como caprichos de Dios, decidimos de qué modo queremos recibir el regalo de la vida. Y nadie tiene derecho a juzgarnos.
A mi temprana edad de trece años, sentí que algo en mí era diferente. Antes de los trece, también sentía que algo pasaba. Pero a los trece se acrecentó.
Recuerdo una reunión de los chicos de la escuela en la casa de un compañero. El televisor estaba prendido y pasaban imágenes de un concurso de musculación. Sentí una excitación que hasta ese momento me era desconocida. Al ver a los hombres posando con sus cuerpos hipertróficos algo que nunca antes había experimentado sucedió. Mi primera erección. Y en aquel momento solo quería saber dónde esconderme.
Volviendo a los trece… Yo solía pensar que me gustaban los hombres porque Dios quería castigar a mis padres a través de su primogénito. Pero eso es un capítulo aparte.
Empecé a sentirme cada vez más hundido en un estado agobiante. Ya no podía controlar mi ser. Me gustaban los hombres, eso era claro. Y yo me estaba castigando porque en aquel momento y en el ámbito en el que me movía, el colegio, la iglesia por empezar, ya la sexualidad era un tema tabú aunque mi padre me explicó con un librito cómo se hacen los chicos, cómo se fabrican. Pero yo tenía que hablar del tema con alguien. No tuve mejor idea que contárselo primero a mi psicopedagoga de la infancia.
Cuando le conté lo que me pasaba con los hombres, fue tremendo para mí, como si hubiera lanzado una bomba en su escritorio. Yo no recuerdo si ella era de la idea de aceptar lo que me pasaba o de las que pensaba que “hay que curarte de la enfermedad llamada homosexualidad.” Lo que sí recuerdo es que ella me dio la opción de elegir entre dos psicólogos de su confianza.
Fui a ver a los dos. El primero, quien probablemente podría haberme escuchado con mejor razonamiento, lo descarté porque era de los que te escuchan y no emiten palabra.
El segundo, que fue el que me trató durante un tiempo (exactamente no recuerdo cuánto tiempo), era de la escuela del “hay que curarte…”. Y lo elegí a él. ¿Buena o mala decisión? Yo diría que simplemente fue una decisión que hizo que hoy pudiera estar escribiendo esto como una anécdota más. Sí fue dolorosa, angustiante y me llevó a lo hondo, al hoyo del conejo. Pero como soy de la idea de ver el lado positivo, el aprendizaje de esa experiencia, opto por pensar que me ayudó mucho a poder expresarme, recrear situaciones, escribir cuentos. Porque lo que este “profesional” hacía, era darme un walkman y grabar en una cinta lo que se me iba ocurriendo. O sea contar historias que después interpretábamos. Yo cerraba los ojos y viajaba por el mundo de mi inconsciencia, por el de mi inocencia a través de las palabras del aire. La cuestión es que nunca me curé de esta hermosa fábula que denominamos gaytud.
Lo disfruto, me encanta ser distinto y tener diferencias con los otros. Me gusta compartir con mis amigos otros modos de ver la vida. Tengo la suerte de ser amado por todo mi entorno y volviendo a Dios, yo creo que él no hubiese querido que fuera de otro modo.
Muchas gracias por sus 70.000 visitas!
Hace 11 años
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