Hace muchísimo tiempo, nació un hombre. Pero más tiempo del que puedan imaginarse. Hace tanto tiempo que ni siquiera tenía forma de hombre. Fue un alma, un espíritu, un color creado por Dios, el supremo. Mucho antes de que naciera el mundo.
Este hombre tenía ciertos poderes que Dios le había confiado, puesto que era su hijo. Este hijo de Dios tenía un color muy especial, muy lindo. Un color que muy pocas personas pueden ver, porque en este mundo, es un color prohibido.
La historia fue que este hombre creyó que con sus poderes podía superar a su padre. Entonces Dios creó al mundo y le dijo: “¿A ver qué puedes hacer con él?”.
El hombre creyó haber hecho mal intentando competir con su padre. Por eso mismo se auto castigó. Se aisló en un rincón oscuro.
“Y el mundo fue creado”. Primero las estrellas, después los cometas, el cielo y la tierra, y otros planetas con sus satélites. Y una luna tropical que le regaló una sirenita hija de un amigo del supremo que se apiadó de su hijo. Le dijo: “para que no tengas noches oscuras, mi querido y atormentado amigo”.
El hombre, no se animó a pisar la Tierra en sus principios. No le gustaba, le parecía demasiado peligrosa. Con sus plantas carnívoras, océanos profundos, montañas muy altas, volcanes llenos de lava. Y dinosaurios.
Este hombre no sabía de qué forma encajar en este mundo. Al principio se enojó con su padre diciéndole: “¿Cómo quieres que me encargue de todo este universo?”.
“Tú querías mucho poder. Ahora lo tienes. Crees que tu poder es mayor que el que te ha creado. Así que mi ofrenda es este universo, el cual manejarás con tu poder, lo transformarás en un lugar maravilloso, querido hijo. Aunque estemos distanciados por tu soberbia, te ayudaré. De vez en cuando mandaré a mis aliados, a mi ejército de ángeles para ayudarte. Aunque me rechaces, yo estaré. Ahora empieza a ganarte tu propio perdón y a crecer en él, querido hijo mío. Has uso de tu poder”, remató el padre.